VISITAS A UN GRAN PALACIO
Por María Angélica Aparicio P.
Es un pueblo notable, precioso por sus
casas de techos similares y paredes pintadas de blanco. Es un lugar pequeño,
pintoresco, de calles bien trazadas y limpias, algo tan armonioso que semeja el
dibujo de un cuento infantil, o un poblado hecho en módulo de maqueta. Lo vi
desde distintos ángulos, varias veces, siempre con el mismo pensamiento: ¡Lindísimo!
En la época del rey Felipe II, de la
dinastía Habsburgo, este pueblo era realmente una aldea, la que rodeaba el
palacio de El Escorial, conocido por el nombre de San Lorenzo de El Escorial.
Como en todos los palacios y castillos europeos, las aldeas eran edificaciones
que se levantaban en sus alrededores, donde solían vivir los señores leales al
rey, típicas de la edad media. Algunas quedaron encerradas entre murallas
con dos o tres puertas de acceso. Adentro había calles, plaza de mercado,
molinos de agua. Prevalecía una infraestructura bien jalada que tenía comercio
y vida propia.
A pocos pasos del pueblo se halla El
Escorial, el Palacio real, una impresionante construcción del siglo XVI, que
ocupa unos 33 mil metros de extensión en la tan nombrada sierra de Guadarrama.
Es un guapo palacio, que causa suspiros fríos, grandeza, sensación de amplitud
total. La piedra, como elemento decorativo, se siente con fuerza brutal,
envuelve sus torres y paredes, es el principal elemento de toda la
construcción, escogida por el mismo rey para hacer de esta obra un monumento
inmortal.
Felipe ll se llenó de ideas, de
propósitos, para erigir este palacio de la arquitectura española, de carácter
renacentista, que hoy prevalece de pie, triunfante, en medio de la sierra. Se
rodeó de arquitectos sobresalientes de la época para levantar este proyecto
que, con el tiempo, sería su residencia oficial. Dotó el interior con
dormitorios, salas, salones, cripta, una envidiable biblioteca y dos románticas
iglesias.
Si algo fascina, es precisamente la
estancia de la biblioteca, un espacio decorado con brillantes pisos de mármol y
frescos religiosos pintados en los techos; con estanterías lujosas, elaboradas
en madera, donde pueden apreciarse centenares de libros, bellamente
encuadernados. Al rey le propusieron crear esta biblioteca para reunir en
un solo salón, todo lo que se hallaba impreso en otros puntos de España. De
modo que en 54 metros de largo y nueve de ancho, –medidas reales de la
biblioteca– comenzó la tarea de juntar libros latinos, hebreos y griegos;
manuscritos, y documentos que podían guardarse para su lectura y consulta.
La Sala de las Batallas del palacio es
una galería de sesenta metros de largo, una especie de corredor, que genera
infartos de asombro. Está situada en la misma planta donde Felipe II ordenó
poner los dormitorios reales. Recorrerlo –como lo hice tantas veces– es una
invitación a mirar el arte desarrollado por un equipo de artistas genoveses
–italianos– que, a cruzar a ciegas este corredor, a velocidades de torpedo. La
ausencia de muebles y adornos anima mucho a pasar de largo y llegar, corriendo,
hasta las alcobas del rey y la reina. Pero esta galería, que encierra las
imágenes de un conjunto de batallas pintadas con toda pompa de detalles, es un
trabajo de ejecución tan ejemplar, que no se puede abandonar sin detenerse.
La Basílica de culto católico, ubicada
en la zona central del palacio, está conformada por dos iglesias: una servía
para recibir a los pobladores de la aldea, y la otra, más pequeña y familiar, se
utilizaba para impartir Misa, de manera privada, a los reyes. Tanto los pisos
de mármol como las pinturas y esculturas y su gran cúpula de 92 metros de
altura hecha en piedra de granito, nos dejan aturdidos. Es tal la calidad del
arte, supervisado a diario por Felipe II, y el gusto de los artistas de la
época, –españoles e italianos– que no cabe discusión alguna. Solo el
recogimiento ayuda a comprender la grandeza conseguida por este grupo de
hombres.
Entre los rincones trascendentales del
palacio se encuentra el Panteón de los Reyes, cuyo interior es un sitio de
lujo, extraordinario, realizado por Juan Gómez de Mora. Al bajar las escaleras
que conducen a este recinto, se siente la frialdad de las paredes, el mutismo
de la soledad. El Panteón es un opulento cementerio en miniatura. El visitante
queda sin habla cuando pisa la planta circular donde duermen los cuerpos sin
vida de varios reyes españoles –pertenecientes a las dinastías Habsburgo y
Borbón–; sus esposas y los infantes que fallecieron mientras sus padres
gobernaban.
Hay veintiséis sarcófagos de un metro de
largo con cuarenta centímetros de ancho, fabricados en mármol. ¡Algo admirable!
Pero los sarcófagos resultan reducidos de tamaño, pues muchos de estos
personajes no tenían esa estatura corporal. ¿Qué hicieron para meter a los
muertos que sobrepasaba la medida del féretro? Crearon un habitáculo conocido
como “el pudridero real”, situado dentro del mismo Panteón, al que solamente
acceden los miembros de la Orden de los Agustinos. En una caja larga se
deposita el cadáver, dejándose en “el pudridero” varios años. Con el tiempo,
los cadáveres son introducidos en estos bellos sarcófagos que están a la vista
de los turistas.
A 50 kilómetros de la ciudad de Madrid,
en España, está San Lorenzo de El Escorial, una visita que infla nuestra alma y
más de quince veces, el orgullo de los españoles.
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