¿YA LE DIERON ALGUNA COSITA?
Por Manuel Tiberio Bermúdez.
A su recuerdo, Doña Matilde Téllez.
Hay personas que dejan hondas huellas de su paso por la vida. Siembran en
quienes le rodean afecto, solidaridad, recuerdos que se vuelven perennes.
Digo esto porque falleció en Caicedonia una gran mujer: Ana Matilde Téllez
de Pinzón. Había llegado a este municipio muchos años atrás. Cuando para ir a
las fincas de los alrededores había que andar en «bestias», como ella las
nombraba.
Vino con Doroteo Pinzón, un hombre tan discreto que nadie notó su paso por
la vida. Era un trabajador y un devoto de su familia. Tuvieron 10 hijos. Él y
Ana Matilde los criaron con esmero, tesón y amor. Ese amor no se manifestaba en
arrumacos, sino en velar por el bienestar de la prole, día a día, minuto a
minuto.
Ana Matilde amaba su tierra, una pequeña finca en Burila. La habían
comprado tras muchas luchas por tener una propiedad. La amaba, no con la pasión
del avaro, sino con la ternura de quien hace de su terruño el sitio en el que
tiene cobijo la familia: la propia y el que llega buscando abrigo, una mano
tendida. “Una aguapanelita para calmar la sed”.
Todos le llamábamos «Doña Matilde», no porque ella pusiera barreras o
tuviera pretensiones de nada. Era el respeto por un ser especial que inspiraba
aprecio, pero también acatamiento.
Vivía feliz en su propiedad. La recuerdo, ya mayor, cuando los hijos
tomaron sus caminos. Se sentaba en el corredor, mirando la carretera. Esperaba
a Fabiolita, a Lilianita, a Cielito, a mi «muchacha» Ofelia, o a cualquiera de
los muchachos. Porque sus hijos e hijas siempre fueron “mis muchachos y mis
muchachas”. No importaba que ya tuvieran hijos y que fueran lo que llamamos
“mayores de edad”. Nada cambiaba en ella la ternura que tenía en su alma para
todos.
Era su casa el sitio donde uno se sentía bien. Donde uno se sentía parte de
la familia. A quien ella enseñó la solidaridad, la atención y la formalidad
hacia quienes llegaban.
Sentarse con ella a conversar era tener el privilegio de escuchar historias
añejas de verdad. No de las de ayer ni de anteayer. Eran historias que
caminaban en el tiempo ido. A sus 106 años, vio y guardó en su memoria momentos
inolvidables. Sucesos vividos que contaba con gracia, y una memoria sin muros
que atajaran las evocaciones.
Escuchándola, el tiempo se hacía corto, pasaba suave como una caricia del
viento. Compartía las historias con afecto, sin alardes ni presunción. Solo se
iba deslizando en un viaje hacia las orillas de ese ayer del que solo ella era
dueña. Y las iba contando sin apuros, pausada. Quería llenarnos el alma de ese
mundo que solo a ella pertenecía. Lo compartía para que supiéramos que su vida
fue intensa y variada. Para decirnos que se vive 106 años para que el mundo
recuerde que por algún camino, anduvo un ser maravilloso que amaba la vida y la
vivió a su manera.
En la velación, se sintió la tristeza que causa en nosotros la muerte, esa
segadora invencible. Se contaron anécdotas e historias de agradecimiento que
muchos no conocían. Pero, sobre todo, se homenajeó a quien, sin aspavientos,
dejó un pequeño recuerdo y un dolorcito en el alma de todos, en un lugar que
duele y no podemos definir.
Muchos de la familia, si no todos, nos quedamos con una anécdota muy
especial. Era como su sello para quien llegaba. Ya en cama, al ir a visitarla,
tras las preguntas de rigor por su salud, ella decía en voz baja, para que
nadie escuchara:
—¿Ya le dieron alguna cosita? —E inmediatamente agregaba. —Vaya, busque en
la cocina a ver qué encuentra.
Mucho más era doña Matilde, la mujer que acaba de dejarnos. Se nos adelantó
en este viaje que todos debemos emprender, pero que siempre nos conmociona y
nos hace evocar a León de Greiff.
¡Señora Muerte que se va llevando
todo lo bueno que en nosotros topa!
Solos
—en un rincón— vamos quedando.
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